domingo, 17 de junio de 2012

Maldigan, maldigan, que algo quedará

Hace poco leí a Guillermo Raffo en estas páginas diciendo que lo primero que se aprende en otra lengua es por lo general a maldecir. No sólo es verdad, sino que además me parece saludable. Fontanarrosa se explayó acerca de eso en 2004. Si no entendí mal, Raffo se refería a algo que escapa a la inteligencia de los burócratas del Inadi, y que consiste en que las malas palabras no sólo son útiles sino también inofensivas cuando van acompañadas de otras palabras que serían injuriosas o discriminadoras pronunciadas por separado. El lugar común. Nadie piensa en una madre cuando escucha proferir “la puta madre”. Y si lo hace, peor para él. Todos, de un modo u otro, ejercemos el arte poco sutil del insulto, y quienes más lo cultivan son aquellos que los evitan. Mi abuelo, por ejemplo. A Giorgio nunca le oí proferir una maldición completa. Decía, por ejemplo: “¡Vergine put...!”, y se quedaba ahí. Y sin embargo tengo la impresión de que se pasaba todo el día diciendo malas palabras y cosas semejantes. “¡Figlio di...!”, decía. “Porca Ma...!”, gritaba. “¡Dio ca...!”, vociferaba. Pero nunca terminaba ninguna.
Los poetas siempre supieron maldecir de modos más o menos elegantes. No me refiero a las maldiciones que deben de haber proferido en su vida diaria, sino a las que esbozaron en sus poemas. Oliverio Girondo tiene una maldición antológica (“Que tu mujer te engañe hasta con los buzones; que al acostarse junto a ti, se metamorfosee en sanguijuela, y que después de parir un cuervo, alumbre una llave inglesa...”, de Espantapájaros). Henri Michaux tiene otra maldición memorable (“Los animales se detienen a tu paso/ Los perros aúllan por la noche, levantando la cabeza hacia tu casa/ No puedes huir/ No tienes ningún hormigueo en la punta del pie/ Tu cansancio pone raíces de plomo en tu cuerpo/ Tu cansancio es una larga caravana...”; de Yo remo). Recuerdo otra maldición memorable, de W.H. Auden (Ya no deseo las estrellas: apáguenlas;/ Empaqueten la luna y desmantelen el sol;/ Vacíen el mar y barran los bosques/ Pues nada volverá a ser como antes”; de Paren todos los relojes). Ese poema de Auden me recuerda algo.
Hay una canción de Shakira por la que imbéciles internautas de la misma talla de nuestros burócratas políticamente correctos saltaron como leche hervida. La canción tiene toda la misma estructura que el poema de Auden, y termina diciendo: “Que se consuman las palabras en los labios/ Que contaminen toda el agua del planeta/ O que renuncien los filántropos y sabios/ Y que se muera hoy hasta el último poeta./ Pero que me quedes tú”.
Los mencionados imbéciles le reprochaban todo, verso a verso, diciendo que en uno propiciaba la censura, que hacía un llamamiento a la destrucción del planeta, tonterías como esas.
También le reprochaban el contenido de otra, con esa manía de lectura literal que los estúpidos cumplen con correcta prolijidad. La canción decía: “No creo en Venus ni en Marte/ No creo en Carlos Marx/ No creo en Jean-Paul Sartre/ No creo en Brian Weiss”, para terminar diciendo: “Sólo creo en tu sonrisa”. Los idiotas a los que me refiero yo eran trotskistas, pero supongo que todos conocerán idiotas de otros bandos. No había modo de que entendieran que lo realmente reprochable hubiera sido que Shakira cantara: “No creo en Adolf Hitler”. Porque hasta Shakira sabe que después del arrebato enloquecedor y deformante del amor uno vuelve a las convicciones cotidianas.

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