Tan pronto Shakira bajó de su avión privado, medio país posó sus ojos
en ella esperando verla caer. No cayó pues, de acuerdo con el master
presentado en Caracol, todo fue un asunto de micrófono, pero qué triste
que una supuesta equivocación tenga más eco que todo el trabajo positivo
de quien ha llevado el nombre de Colombia, y el de su amada
Barranquilla, incluso hasta la inauguración del evento más visto en todo
el mundo.
Shakira es una mujer que creció en una ciudad donde lo urgente es ser
socio del Country Club. No era de las élites, y sin embargo, con apenas
32 años, a punta de inteligencia y talento ha llegado más lejos que
cualquier otro colombiano. La vimos en la Cumbre hablando ante 33
presidentes y 600 de los más importantes empresarios de América, pero
antes ya se sentó frente a Obama, al Papa y a otros monarcas europeos.
En el texto que escribió sobre Santos para Time queda claro que ella –no
él– es la importante, la reconocida mundialmente. No en vano su
influencia es mundial; la de Santos, nacional.
No importa qué tan buena cantante sea. Shakira es una gran política.
No es su música sino este trabajo lo que la lleva a hablar cara a cara
con los verdaderamente poderosos. A ella le sobra inteligencia como para
–y lo tomo textual del muro de mi amigo Javier Scarpeta, “ofrecer un
discurso conmovedor en la Cumbre; inaugurar dos escuelas en Chocó, donde
el analfabetismo crece; ser la mejor imagen de Colombia en el mundo y
construir cientos de escuelas en todo el mundo a través de su
fundación”. Esto, al parecer, es lo que no le perdonan: que haga las
cosas bien en lugar de ser, como muchos otros, corrupta, mula o simple
ladrón de monedas de Napoleón.
En nuestro orden moral, al criminal lo llamamos astuto, y a quien
asciende legal le decimos bruta. Los primeros son seres simpáticos e
‘inofensivos’ por ser cercanos; verdaderos ejemplos a seguir, a quienes
todo se les perdona porque sus motivos son siempre comprensibles. A los
segundos se les tiene por antipáticos. De ellos nunca se olvida el más
mínimo error.
“Cada colombiano es un país enemigo”, dijo Bolívar hace 200 años.
Temo que no es tanto cuestión de envidia como de autoestima: queremos
creer que nuestro ADN está hecho de lo malo, de lo feo, de lo criminal
antes de convencernos de que, como Juanes, Gabo o Shakira, podemos abrir
las puertas del mundo sin necesidad del mal. ¿Miedo al éxito?
¿Preferimos equipararnos con aquellos para justificar el fracaso?
Tómenlo como una reflexión, no una aseveración o un ataque a su
identidad.
Banalidades de la Cumbre:
1. La otrora casa oficial de las reinas de belleza ahora no es más
que un motel de putas finas, dice The Washington Post: “El Hotel Caribe
permite a los clientes subir a las habitaciones visitas que pernocten,
siempre y cuando lleguen al recinto pasadas las 11 de la noche, no pasen
tiempo en zonas comunes, sean mayores de edad y abandonen el recinto
antes de las seis de la mañana”.
2. La cumbre “tan solo costó la tercera parte de lo que se está
diciendo”, afirmó la Canciller. O sea, “tan solo” pagamos 60 mil
millones de pesos por una guachafita en la que el único y real
triunfador fue Santos, pues Colombia solo ganó escándalos.
3. En nuestra muy machista provincia, hombre que viste pantalones de
colores es marica. Pero a Santos lo hemos visto con unos rojos y, en la
Cumbre, otros de color aguamarina. Si no consigue el liderazgo
continental, quizá se conforme siendo icono nacional de la moda.
4. ¿Realmente alguien cree que Enrique Santos no es protagonista de todos los aciertos de su hermano?
Fuente: elheraldo.co
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