El padre de la cantante lanzará mañana su libro con la presencia de la artista, quien, además de escribir las primeras páginas, tuvo labores editoriales.
Me encontraba en mi casa de Miami la tarde en que recibí la llamada
de Francisco Solé, del Grupo Planeta, pidiéndome introducir el presente
libro con unas páginas escritas de mi puño y letra. Debía ser la humedad
de aquel día la que provocó una ligera turbulencia en mi cerebro y me
impidió detenerme a reflexionar en la difícil misión que se me
encomendaba, puesto que en ese momento y como por acto reflejo, accedí a
hacerlo.
¿Se puede acaso esperar de mí la requerida objetividad
que este libro merece para calificarme como una decente prologuista
cuando se trata de mi padre y su obra? Del hombre que no sólo me dio la
vida, sino que continúa cada día inspirándola como quien apenas siendo
consciente de ello respira sobre una flama y con cada exhalación la
aviva.
El amor que siento por mi padre y que profeso, no “al azar”
pero sí de cara al viento, jamás ha sido ciego, puesto que sólo basta
con ver el material del que está hecha su alma para quererlo aún más.
Tampoco es un amor sordo, y mucho menos mudo, ya que sin duda alguna ha
sido a través de la palabra oral y escrita como William el escritor, el
hombre y, aún mejor, el padre, más contundentemente se manifiestan.
Si el amor al “Pater” pudiese compararse con la anatomía de una célula, no dudaría que el núcleo de la misma sería el complejo edípico natural en todas las niñas cuyo primer ser fundamental es su padre, y si esto fuese así entonces la mitocondria de esta célula amorosa sería la admiración que él ha sabido desde siempre despertarme. Esta última no vino indefectiblemente junto con el cargo de “hija”, se la ganó solo, porque si existe en él un arma de fascinación que bien ha conseguido utilizar conmigo y un vehículo infalible de comunicación entre mi padre y yo, ha sido la palabra... es a través de ella como me ha otorgado las más profundas e invaluables lecciones de vida.
Mi primer poema, “La
rosa de cristal”, lo escribí a los cuatro años de edad e iba dedicado a
mi madre. Imagino que alguna influencia secreta habían ejercido en mí
las tantas declaraciones de amor improvisadas en servilletas que en
ocasiones mi padre decidía obsequiarle. Algo de lo que tal vez ni él ni
yo habíamos sido conscientes hasta hoy, fue cómo a través de ellas
también me estaría obsequiando una vocación y la forma más eficaz de
agarrar con las dos manos el corazón de un ser amado.
A los siete
años le pedí a Santa Claus que me regalara una máquina de escribir en
aras de también querer sentirme poseída por aquella entidad invisible
que subyugaba a mi padre durante largas horas frente a su máquina
Olympia. Escribí entonces con mi nuevo juguete una serie de salmos,
poemas y cartas a Ronald Reagan, Gorbachov y Arafat, que dudo hayan
alguna vez arribado a las inaccesibles manos de sus destinatarios.
Todo
esto porque, en mi afán de imitarlo, sabía de decenas de cartas que mi
padre en ocasiones y con tan poco pudor había dirigido a líderes
mundiales, quizá con algo más de suerte que yo; como también de tantos
otros artículos de género epistolar que aparecían publicados en el
diario local bajo su columna semanal ‘Si yo fuera presidente’. Aquellos
textos iban cargados de las sugerencias si acaso vehementes pero bien
intencionadas de un ciudadano común y corriente para muchos, pero único
en el mundo para mí.
Aquella sensación embriagante y adictiva de
la que sabía víctima a mi padre cada vez que escuchaba el sonido de sus
dedos de mecanógrafo posados sobre las teclas, jamás tuve la dicha de
experimentarla escribiendo cartas a Reagan, sentada frente a aquella
maquinilla gris que me habían traído del Polo Norte.
ue sólo
cuando empecé a escribir mis primeras canciones con un bolígrafo
kilométrico azul y sobre mi detestado cuaderno de matemáticas cuando
comprendí por fin de qué se trataba... una vez logré apreciar el
aftertaste de las letras en mi paladar de recién nacida compositora,
nunca más dejaría de escribir hasta hoy, así como él tampoco jamás lo ha
conseguido, y para la muestra un botón: a sus ochenta años publica un
nuevo libro y por su culpa ahora me empiezan a dar ganas de hacer lo
mismo.
William Mebarak Chadid, alias Karabem, me sigue inspirando,
tanto como para hacerme cometer la imprudencia de convertirme esta vez
en su editora.
Muchos de ustedes se preguntarán cómo fue que
llegué de pseudopoetisa a compositora, de compositora a cantante, de
cantante a bailarina, y de bailarina a esto. Pues bien, no me extenderé
en despejar las dudas que fácilmente pueden ser aclaradas a través de
Wikipedia. Lo que sí puedo es contarles cómo al encontrarme durante mi
gira en México, cada noche al bajarme del escenario me ponía mi pijama
más cómodo y, con una taza de café entre los dedos, ojeaba las páginas
de este libro. Logré reírme tantas veces sola con algunas de las
ocurrencias de mi padre y cuando menos me percaté ya había tenido la
osadía de suprimir algunos textos y manipular el orden de los mismos
para lograr una secuencia que, a pesar de ecléctica, adquiriera una
cierta armonía que egoístamente me complaciera.
La confianza que
mi padre depositó en mí mientras realizaba este trabajo, me permitió
fácilmente editar lo que creía conveniente.
Posteriormente le
entregué el libro, o los vestigios de lo que alguna vez había sido, en
un mamotreto lleno de tachones, remiendos, cinta pegante y comentarios, y
en una letra virtualmente ininteligible (¡siempre quise ser médico!),
la cual sólo mi padre pudo descifrar, como el mejor egiptólogo los
jeroglíficos de una pirámide.
Así fue como el desordenado
manuscrito se lo hicimos llegar a su primera editora en Barranquilla
para reimprimir en el nuevo orden estipulado y enviar posteriormente una
versión algo más presentable a la editorial.
Poco tiempo después
recibimos la buena nueva por parte de Planeta, comunicándonos que
deseaban publicarlo puesto que les había gustado. No se me hizo difícil
comprender esto, puesto que de Al viento y al azar me conquistó todo: la
rebeldía en algunos de sus textos, la anarquía en su estructura y, más
aún, la honestidad brutal en sus páginas.
En lo personal, disfruté
leyendo la colección de artículos aquí recopilados, en especial los que
cargan algún tipo de denuncia o comentario sociopolítico. Siempre he
considerado que los ciudadanos del mundo tenemos el deber moral de
participar en las decisiones que definen el destino de nuestras
naciones. Es ése, sin más, el significado de la “política”, y es su
inquietud por los temas que le conciernen y que mi papá jamás consigue
obviar a través de sus publicaciones, parte de esa obligación inherente a
todos los que cargamos documento de identidad. Un deber que considero
aún más ineludible en el caso de artistas, compositores, autores y
formadores de opinión.
Shakira, de puño y letra
Son,
sin embargo, “Historias cortas” y “Amores volátiles” las porciones del
libro que quizá más me atraen. En “Historias cortas” no se sabe con
certeza dónde acaba la realidad y empieza la ficción, si es así de
mágica la cotidianidad de la Costa Caribe colombiana o si es la
imaginación y la tendencia propia de los escritores a exagerarlo todo lo
que convierte a mi amada Colombia en una hipérbole constante, en donde
todo puede ocurrir y donde lo más insignificante recobra un valor
bestial y digno de contarse.
En los “Amores volátiles” se aprecia
holísticamente su calidad literaria, la audacia y delicadeza de su pluma
en cuanto evoca a través de su capacidad descriptiva los momentos
felices o confusos y a veces desafortunados de un joven costeño en el
cenit de su adolescencia explorando las rutas laberínticas del amor
carnal.
El candor, la inocencia y las pinceladas costumbristas con
que nos dirige hacia una época quizá más bella y simple que la actual,
tiñen las páginas de este libro de un color sepia parecido al de las
fotos que conservo de mi padre caminando por las calles de Manhattan,
cuando recién aprendía a hacerlo en el año 1932.
El punto final del prólogo
Concluyendo,
y para no quitarles más tiempo a ustedes, lectores, los invito entonces
a que, como yo, se dejen llevar sin hacerse demasiadas preguntas y sin
intentar buscar un exceso de coherencia en las ocurrencias de mi padre.
Así como lo cuenta Constantin Cavafis, el héroe Ulises, de regreso a
Itaca, no se detuvo a intentar comprender las peripecias de su viaje.
Quizá
sea esa la mejor manera de disfrutar de un libro tan heterogéneo como
este. Permitirse ocupar la silla trasera para que el conductor, en este
caso el autor, nos dirija por donde se le antoje aunque el paisaje a
ratos pase de ser hermoso y nostálgico a deliciosamente incongruente.
Y
si en el camino se les ocurre hacer un alto para transportar los
sentidos al valle de lo voluptuoso y lo sensual, les sugiero que no
duden en repetir en voz alta, pero en soledad, Acto de amor, uno de mis
poemas favoritos de siempre.
Shakira
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